6 mayo, 2017 20:22



Madre concordiense enseña que «después del dolor más desgarrador se puede volver a reír»

«Viví el hoy». Esa fue la primera lección que le dejó Juan Martín Sobrino a su mamá el día en el que cerró la puerta de su casa para no volver.

sobrino

Fue un 21 de junio de 2014 cuando se conocía la noticia de que dos jóvenes -que transitaban en un cuatriciclo- habían chocado en la esquina de por calles Estrada y Pellegrini. Como consecuencia del impacto uno de ellos -Juan Martín Sobrino- se encontraba grave en el Hospital Delicia Concepción Masvernat.

Ella le había hecho su torta favorita y lo había ayudado con los estudios. Él le había dado un abrazo de oso y le había dicho que la quería. Siempre se lo decía. Al atardecer, Juanma salió de la casa para ir a visitar a un amigo. El accidente fue a las 21. A Daniela le dijeron que él iba de acompañante en una moto y que tenía golpes fuertes en la cabeza.

Diecinueve. Esa fue la cantidad de días que Juan Martín estuvo en el hospital hasta su partida definitiva. Pero para Daniela, él ya había dejado el mundo aquel 21 de junio. Lo sintió desde el primer momento en el cual vio su cuerpo inconsciente en el hospital. Un cuerpo intacto y una cabeza muy lesionada; un cuadro que llenó a su marido, traumatólogo, de impotencia. Por más que quisiera con todas sus fuerzas arreglar algo en su hijo, no había nada que pudiera hacer.
Daniela lo acompañó cada día. Le hablaba del lado izquierdo, su costado menos dañado; rezaba con él, le cantaba las canciones que compartían y le pedía por favor que si se iba, la llevara con él. La angustia que sentía era insoportable. Pero como en una dimensión paralela, Daniela también podía oír los murmullos de los incontables amigos de Juanma y de toda la familia. Brotaban de las paredes, de los pasillos y de la comunidad entera. Aun en su sufrimiento, el cariño le llegaba. La sala de espera se había transformado en un gran mensaje de amor, llena de carteles con frases de aliento y afecto para su hijo. Juan Martín siempre había sido muy querido y esto, de pronto, se hizo más evidente que nunca.

Y en una imagen borrosa, allí estaban también su marido y su hijo mayor Santiago, ya crecido, pero que la necesitaba. Fue así como hacia el final, ella supo que de alguna manera tenía que seguir viviendo.
Doler

El duelo fue desgarrador, lacerante. «Si no me puedo ir con él, que me expliquen cómo se sigue acá», se decía Daniela por aquellos días. «Que me expliquen qué significa todo esto de la muerte.»

Y así, sumida en el dolor, y antes de que se cumpliera el año de la partida de su hijo, Daniela atravesó una nueva pérdida. Su compañero de vida desde los 15 años, se separó de ella. «Siempre te dije que eras un guerrero de la vida», le dijo Daniela a Juanma en una de sus charlas en su guarida, «ahora la guerrera tengo que ser yo.» Pero la realidad es que le costaba.

Sin embargo, nunca juzgó. Ante sus pérdidas, jamás quiso agregarse otro sentimiento que el de la tristeza: ni rencor, ni resentimiento, ni odio. Con el tiempo, Daniela comprendió que ante el dolor más grande de la vida, todo se vuelve un «sálvese quien pueda». Que cada uno hace lo que puede, como puede.

En su propia búsqueda, un día Daniela viajó a Brasil para conocer un guía espiritual. Pero apenas llegó, pudo sentir como Juan Martín le decía: «yo estoy bien mamá. Miralo a Santiago.» A partir de ese instante no pudo dejar de pensar en su hijo mayor, un hijo a quien en su propio «sálvese quien pueda», seguramente había desatendido. Un hijo que había perdido un hermano y la unidad familiar. Durante aquellos días, ella supo que ya no quería estar en la penumbra del duelo.
Morir y resucitar

Daniela salió, y cuando lo logró, lo hizo fortalecida. Un amor intenso le emergió, inagotable. En su renacer pudo agradecerle a la vida. Agradecer porque ella tenía mucho. Tenía una familia, tenía un hijo, tenía amigos, tenía una cama caliente, techo y comida. Gracias a las enseñanzas que le dejó Juan Martín, ella comprendió que a pesar de lo malo, siempre se puede encontrar algo bueno y siempre hay cosas lindas que agradecer. Siempre. «Yo fui su maestra durante su vida, ahora él es el mío», dice hoy.
En este camino, Daniela también descubrió por qué su relación con Juan Martín en vida fue siempre tan rica, tan íntima y tan intensa. Su relación tenía que ser intensa, porque iba a ser corta. Comprendió más que nunca lo que significa «Vivir el hoy». Entendió que, inevitablemente, existe un hoy que será el último. Por eso hay que honrar el presente y hay que honrar la vida.

A Daniela, hablar de Juan Martín la llena de una fuerza interior que jamás pensó que podía tener. En ella nació una necesidad profunda de ayudar a los demás. Por eso hoy, junto a una persona muy especial y que llegó en un momento justo, formó un grupo para acompañar a personas que sufrieron una pérdida.

«Ante el dolor somos todos iguales, por eso es un grupo que incluye cualquier pérdida, como la de un abuelo, una madre, así como la de un hijo. A veces creemos que el nuestro es el peor de los dolores, pero sería egoísta creer que hay otras pérdidas que no son tan difíciles de superar», cuenta Daniela, «Es un espacio sin religión, porque a pesar de que soy una persona muy creyente, aprendí que no se trata de religiones sino de espiritualidad. Es un lugar para poder hablar de la muerte en forma natural.»

Hoy Daniela dejó de ver la muerte como un fantasma. «Si lográramos hablar del tema como algo no tan trágico, si pudiéramos naturalizarla y entender que nada muere ni queda en el cementerio, todos viviríamos mejor», dice con su voz calma, «Podremos volver a reír, volver a amar y comprender que nada se termina. El día que podamos verlo así, seremos capaces de descubrir que incluso después del dolor más desgarrador imaginable, se puede volver a reír y se puede volver a amar la vida. Uno tiene que volver a hacerlo. Sin culpas. En homenaje a ellos.»
Fuente: Diario La Nación