Durante la campaña electoral del balotaje subí a las redes un posteo que sostenía:
“Argentina, contrariamente a Chile, tiene dos grandes partidos. Uno, el nuestro, caótico, irreverente, despelotado y vital, quiere construir un país soberano, industrial, con altos salarios y alto nivel de empleo, proyectado a la integración latinoamericana, a la paz mundial con justicia y en la defensa de los pueblos perifericos.
El otro quiere un país agroexportador, de industrialización reducida, en el mejor de los casos, a agregar valor a la producción agraria, con una población mayoritariamente sujeta a los vaivenes de la exportación, una minoría dolarizada y una delegación de nuestra política internacional en los EE.UU.
Estos dos partidos son antagónicos, no son competitivos. O existe uno o existe el otro. De ahí que resulte impensable la alternancia en el poder, que para el país agroexportador es el sancto santorum republicano, siempre y cuando el alternador no quiebre sus presupuestos.
Nuestra única herramienta para llevar a cabo nuestro programa histórico es el poder del estado nacional e imponer democráticamente las transformaciones necesarias sobre el partido y las clases sociales de la dependencia agroexportadora y la sujección al imperialismo.
Este partido y estas clases sociales saben como nosotros, aunque lo disfracen, que los dos países son incompatibles y su tarea desde el poder del estado es igual, en cierto sentido, a la nuestra: destruirnos en todos los campos: politico, social y económico.
De ahí que especular con el paso a la oposición al estilo chileno, donde después de Piñera volvió Bachelet es suicida. En Chile, ambos partidos comparten el mismo proyecto y sus diferencias son de matices secundarios. Ninguno de los dos brega por un país soberano e industrializado, con un movimiento obrero organizado y bien pago, integrado al bloque continental. Por eso es en Chile la alternancia una característica distintiva: solo discuten si la educación publica debe ser gratuita o no. No está en discusión la renta minera y agraria para industrializar Chile autárquicamente.
Eso en Argentina es literalmente imposible. Y esa es nuestra gigantesca fortaleza”.
A ocho días de la asunción del nuevo presidente esta afirmación ha quedado evidenciada.
Las medidas tomadas por el equipo de predadores que se ha hecho cargo del poder político en la Argentina han destruido, en cuestión de horas, lo que duramente, con esfuerzo gigantescos de parte de los sectores más humildes de nuestro pueblo, con errores, correcciones y con una permanente presión de todo tipo sobre nuestro gobierno, logramos construir durante estos últimos doce años.
Una brutal devaluación expropió un 40 % la capacidad adquisitiva de los salarios y como ha sostenido el Wall Street Journal,
“… recortó decenas de miles de millones de dólares del Producto Bruto Interno argentino”. (…) Eso hace que Argentina se vea peor no sólo que el vecino y tradicionalmente más pobre Brasil, sino también que Gabón, México y Turquía, según datos del Banco Mundial. Y el pueblo de la Argentina es ahora una cuarta parte más pobre que el de la ex república soviética de Kazajstán (
http://blogs.wsj.com/moneybeat/2015/12/17/a-crying-shame-about-argentina/).
Mientras las grandes empresas extranjeras podrán comprar los dólares necesarios para girar utilidades a sus casas centrales, los tontos que reclamaban por el levantamiento del llamado “cepo”, deberán regirse por normas más o menos similares a las que regían durante el gobierno de CFK.
El levantamiento de las retenciones, a su vez, disparará los precios internos de los alimentos que deberán establecerse por el precio internacional de las commodities,mientras una gigantesca masa de divisas quedará en manos de las grandes cerealeras y pools de siembra para realimentar el circuito timbero o la fuga de capitales.
La derogación de los DJAI, que controlaba las importaciones impidiendo la invasión de mercaderías extranjeras producidas a bajo costo, liquidará en tiempo perentorio la recuperación de nuestras industrias que, una a una, irán cerrando sus puertas, con la secuela de desocupación que ya vivimos los argentinos durante la dictadura militar y, posteriormente, con Menem y de la Rúa.
Nuestra economía volverá a endeudarse, y si aún no lo ha hecho se debe, fundamentalmente, a la crisis global del sistema financiero internacional. El levantamiento por parte del Banco Central de todas las medidas tendientes a evitar el aterrizaje predador de capitales golondrinas, más la necesaria alza de las tasas de interés a efectos de evitar una corrida hacia los dólares, nos dejará nuevamente inermes ante el capital financiero que se hará su agosto en el tipo de inversiones especulativas de corto plazo que arruinaron el país durante los ’90.
Como se ve, la simple enumeración de las consecuencias en curso de las primeras medidas de gobierno dejan en claro que no se trata de un partido, o grupo de partidos, que tienen un punto de vista diferente en temas importantes pero no estructurales, como podrían ser las diferencias entre el partido Republicano y el partido Demócrata en los EE.UU.,en relación al sistema público de salud, para dar un ejemplo.
En estos 12 años el gobierno, con amplia base popular (54 %, sin balotaje), fortaleció la economía nacional, la blindó en todo lo posible contra las consecuencias de la crisis mundial -evitando que las mismas recayeran en los sectores de ingresos fijos-, robusteció nuestro siempre incompleto proceso de industrialización, fortaleció el mercado interno, favoreció el consumo popular y llevó adelante una obra de infraestructura de una magnitud solo comparable a la del período del primer peronismo, en los ’50 del siglo pasado. Llevó adelante una firme lucha contra el saqueo de los fondos buitres -que hoy han vuelto a llamarse “holdouts”- llevando el tema al ámbito de las Naciones Unidas y sentando las bases para una doctrina internacional sobre esta plaga.
Como se ve, las diferencias no son tan solo entre un partido que favorece más a los ricos y otro que favorece más a los pobres. Imaginemos que hubiera un partido que sostiene el establecimiento de la esclavitud y la economía de plantación y otro que sostiene su abolición para poder desarrollar lamano de obra libre necesaria para un proceso industrial. Sería imposible pensar que esos partidos podrían alternar en el gobierno y que cada cuatro u ocho años se estableciese la esclavitud, para, en el siguiente recambio, abolirla.
Exactamente eso es lo que ocurre en la Argentina desde 1945. El período más largo en el que hemos podido gobernar ha sido este. Nunca pudimos, hasta ahora, superar los 12 años, si, un poco arbitrariamente, no incluimos el período que va de 1943 a 1945. Y como estamos viendo, no nos reemplaza un gobierno que intenta desde una perspectiva más conservadora, o más empresarial, o más dialoguista, o más, inclusive, pronorteamericana, corregir los errores, desvíos, incorrecciones y desajustes que se pudieron cometer. No. Nos reemplaza un gobierno que pretende restaurar la esclavitud, es decir, destruir toda la estructura defensiva, de carácter capitalista, autónoma y sobre la base del mercado interno y la integración latinoamericana, considerada como una potencial ampliación del mercado interno. Nos reemplaza un gobierno cuyo objetivo es no dejar rastro alguno de estos doce años en la estructura del estado y, de ser posible, en la memoria de nuestro pueblo.
Como decíamos en aquel breve posteo: “Estos dos partidos son antagónicos, no son competitivos. O existe uno o existe el otro”. No es una grieta fundada en la intolerancia, la obstinación o la soberbia. Son dos proyectos radicalmente enfrentados de país.
Ahora nos toca luchar por reconquistar el poder político del Estado. Cuando lo hagamos deberemos tener en cuenta que es imperioso para nuestra sobrevivencia como comunidad humana destruir toda posibilidad de restauración de ese otro proyecto. En la historia, como en el arte,“para que lo nuevo tenga su espacio, lo viejo debe perecer”.
Buenos Aires, 18 de diciembre de 2015