6 febrero, 2024 18:00
En la cima de un cerro viñamarino se encumbra el Olivar alto: una población de clase obrera que vio desaparecer de cuajo sus recuerdos entre las llamas. En una de las zonas más afectadas por los incendios en el centro-sur de Chile, solo quedan los esqueletos de sus casas pareadas, un montón de escombros y la desesperación de su gente. En particular, los de la calle Chumisa. Perdieron al menos seis vecinos -de las 131 víctimas fatales-, a la mayoría de las mascotas y, según afirman los consultados para este reportaje, ninguna autoridad se ha acercado a ofrecerles ayuda cuatro días después de la tragedia. La angustia crece por las noches por la amenaza de nuevos focos de fuego intencionales o saqueos. “Nos quieren robar las cenizas”, lamenta Josefa Cornejo, de 19 años, con el rostro y el cuerpo cubierto de hollín.
La última noche se organizaron para hacer turnos de vigilancia. A algunos les habían robado galones de gas, cables de cobre y ya era noticia que había personas prendiendo fuego por la zona, aunque no hubo detenidos. Nicole Martínez, de 30 años y madre de dos hijos, fue una de las cuatro voluntarias para hacer guardia. Vieron, según relata, a un intruso intentando encender las llamas en uno de los pocos árboles que se mantienen de pie en un cerro visiblemente impactado. Las teorías sobre quién era son muchas. Mientras más desesperado está el vecino, más grave es la acusación. El único consenso que existe entre los habitantes del Olivar alto es que quieren que los policías y los militares acudan en las noches a protegerlos. Que ya tienen suficiente. Que los necesitan. Sobre las ayudas materiales, reclaman que solo llegan hasta el sector bajo del cerro.
“Vecino, ¿quiere que le pinte el número de su casa?”, pregunta una joven con un tarro de pintura. “Es para que cuando vengan a hacer el catastro sepan de quién es la casa”. Los están esperando.
Lucy Castañeda, viuda de 61 años, remueve con una pala los escombros del hogar en el que vivió los últimos 33 años. El lugar donde nació su hijo, donde perdió a su marido y donde cumplió el sueño de la casa propia. En la ardua tarea la ayudan familiares y vecinos. Todos se conocen. Castañeda tiene a su cargo a una tía de 80 años que la obliga a estar yendo y viniendo a la zona de la catástrofe. Su familia logró salir con el fuego en la espalda y las cenizas encendidas cayendo del cielo, describe. Ella sacó a su nieta y su hijo, a la tía. “Es como si hubiera caído una bomba nuclear que nos destruyó a todos. Murieron tantos vecinos… nosotros estamos vivos, pero no tenemos nada. Nada. Ni mis documentos”, afirma Castañeda desde lo que era el patio de su casa, hoy un cubo de cemento.
El grueso de los entrevistados se trasladó a la casa de algún familiar tras la emergencia. Hay otros que se quedan durmiendo como pueden para cuidar lo único que tienen. “Mi hijo viene a hacer guardia porque en las noches esto se transforma en tierra de nadie. Anoche vinieron a volver a incendiar, de repente se ponen a disparar”, lamenta. Lo único que le urge es que las autoridades acudan a sacar los escombros que se van agrupando fuera de las casas carbonizadas, en plena calle, emanando un olor a descomposición y dando la sensación de una zona de guerra.
Elizabeth Cabezas, secretaria de 47 años, también espera que envíen especialistas para evaluar si es posible reconstruir sobre lo que quedó de su casa o hay que echarla abajo por completo. Vivía ahí desde 1988, cuando se entregaron los primero inmuebles del proyecto gubernamental del Servicio de Vivienda y Urbanismo de Chile. El fuego la pilló de vacaciones y una amiga le dio el aviso: “No desapareció tu casa, desapareció tu calle”, le dijo. Enumera a todos los vecinos que perdió, la mayoría de avanzada edad que fueron quedando en el camino durante la evacuación. Varios lograron subirse a sus coches para escapar, pero en un territorio de caminos angostos, se produjo un cuello de botella del que no todos pudieron salir.
Carla Victoriano, de 41 años, empleada de una agencia de aduanas, tiene a su pequeño de año y medio durmiendo dentro de lo poco que queda de su casa. No tiene dónde dejarlo mientras limpia su inmueble. La principal ayuda la recibió de miembros de la barra del equipo de fútbol Santiago Wanderers, que acudieron a la zona como voluntarios. La imagen de jóvenes con palas, rastrillos y sacos caminando desde la carretera hasta lo alto de los cerros es una imagen recurrente estos días en Viña del Mar. Los vecinos insisten en que han sido ellos y no las autoridades los que más los han asistido. Pero cuando llega la noche se van. Y los afectados, reclaman, quedan solos.